Hoy vamos a hablar de los engaños a los
que pueden conducirnos las palabras. Hablaremos de las palabras largas y grandilocuentes,
esas que cuando se dicen suenan cultas pero cuyo contenido suele ser mínimo.
Estamos acostumbrados a abrir los
periódicos cada día y encontrarnos con este tipo de palabras. No nos extraña
que en un titular aparezca la palabra problemática,
en vez de problema; tampoco que en un
discurso político se hable de obligatoriedad
y no de obligación. Acostumbramos a
escuchar regularización en lugar de regulación, metodología en vez de método
e intencionalidad en vez de intención. Los políticos y periodistas
se sirven, además, de recursos como las perífrasis para realizar sus
circunloquios. De este modo, usan dar
comienzo por comenzar, mantener una conversación por conversar o hacer entrega por entregar.
Parece existir en las grandes esferas
públicas un desprecio por el vocablo simple, un rechazo al lenguaje cotidiano.
Periodistas y políticos engrandecen sus discursos mediante excesos con los que
pretenden deslumbrar al ciudadano de a pie. El público posiblemente caerá en la
trampa al principio, fascinado por este nuevo vocabulario, sin embargo, pronto
se destapa lo engañoso de este tipo de lenguaje. Los políticos llenan sus
discursos de prolongaciones tales que acaban cayendo en la abundancia y no
consiguen transmitir un mensaje claro; por el contrario, las palabras sencillas
hacen llegar un mensaje más cercano y consiguen que las palabras
grandilocuentes aisladas tengan más eficacia dentro de un discurso.
Porque, como dijo el escritor argentino
Ernesto Sábato, “un buen escritor expresa grandes cosas con pequeñas palabras;
a la inversa del mal escritor, que dice cosas insignificantes con palabras
grandiosas”.
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